jueves, 14 de febrero de 2008

Cuento 1 "Azul y Naranja"




Azul y Naranja

Sobre la mesa, mis últimos dibujos. Cansado, me recuesto en la poltrona de brocado roja que Tía Elsi me regaló cuando volví de Marruecos.

Dejo que las últimas luces de un viernes provechoso lleguen a la punta de mis pies.

Tuve buenos resultados. Dos posibles obras maestras están mirándome de frente y me siento abrumado por las formas y colores usados. Nunca hice algo tan hermoso.

Desde la tela manchada, me llegan las impresiones que espero sientan también los espectadores. Mis ojos absorben con avidez lo que ellas, sin pensarlo, emanan. Estoy completamente satisfecho.

El sol ya no es sol. Refriego mis pies uno contra otro para quitarles un poco del frío que me tomó por sorpresa. Me perdí en tus colores, pienso, mientras miro el azul y naranja impresos en la utópica realidad de mi cuadro.

Es hora de dormir. Pero antes debo aguardar a mi salvación.

Justo a tiempo. Con su andar suave y su falda larga entra aquélla que trae las sustancias que se llevan el cincuenta por ciento de mis debilidades.

Ah! Si no fuera por sus caldos, nunca encontraría el sentido de pertenencia a este mundo. Hoy mi mundo huele a huesos de pollo, algunas papas, orégano y tomate. Mañana, quien sabe. Quizás a yuca y acelga…quizás a quinua y zapallo. Pero cada cucharada me recuerda los mejores latidos del corazón.

Al mismo tiempo que el líquido caliente pasa por mi esófago, mis ojos se llenan de lágrimas. Cada una de ellas por los sacrificios que pasé para llegar a donde hoy estoy. Cada una por los abrazos olor a pan casero de mi madre. Cada una por los aromas de amapolas y pasto recién cortado de la vida que dejé atrás un día. Cada cucharada es un recuerdo que se atraganta en el nudo de una garganta cerrada por la emoción.

El caldo… Es un ritual que nunca pierde su magia. Distintos sabores, distintos los recuerdos, distinto el peso de las lágrimas. Siempre la misma portadora de renovada fe. Siempre la misma habitación. Siempre la misma hora.

La última cuchara. Termino mi caldo con desagrado, pues tengo que esperar hasta el día de mañana para volver a saborear los abrazos de mi madre, el pasto de mi jardín, las flores de mi pequeña Lilian. Decepcionado, me resigno.

En una mesita, me espera un café. Que atenta. A ese ya lo bebo solo. Tomo la taza y vuelvo a la poltrona. Esta vez, cubro mis pies con una manta.

El aroma invade mi nariz y sube hasta mi cerebro, tocando mi sien. Me gusta. Sentir mis labios contra la porcelana tibia, me da sensación de protección. Nunca entendí bien porqué.

Aún ahora, la utópica realidad en azul y naranja llama mi atención. Centro mi mirada en ella y sonrío. Es lo que debe ser y no más. En mi lengua, la dulzura del café completa la ideal simpleza de mi actual vida.

Bebo el último sorbo. Ahora si estoy listo. Con mi cuerpo caliente por los dos más humildes brebajes en el mundo, me dirijo a mi cama. En el trayecto dejo suavemente la taza Mi mano roza una manzana que me llama a morderla. Roja, su silueta se recorta sobre la esquina de la mesa. La dejo. Por hoy, ya es suficiente.

Sonrío una vez más. Junto a la cama, dormida sobre un cajón cerrado, mi utópica realidad otra vez. Una falda azul y naranja y unos bizcochos de anís y coñac, me esperan.

Rebeca Ontivero Díaz

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